30 de marzo de 2011

Siete mil millones de futuros

Ha pasado un año desde que me presenté con La lucha contra Kronos al premio de narrativa que se celebra anualmente en mi instituto. El límite de dos carillas me obligó a reducir ese relato y, la verdad, me quedé bastante insatisfecho con el resultado final.

Este año, el tema escogido para la redacción es el futuro. Y creedme, he sudado la gota gorda para escribir mi relato.

Al final he optado por una especie de reflexión que he titulado Siete mil millones de futuros. Aquí os la dejo.
Siete mil millones de futuros

No sé exactamente qué es el futuro. Me ha llevado semanas darme cuenta, el tiempo que he tardado en ver que he sido incapaz de escribir nada acerca de él. No puedo pensar una definición más allá de la que usamos cotidianamente para referirnos a un tiempo que llegará.

Quizá sea eso el futuro.

Aunque me resisto a creerlo.

Estoy absolutamente seguro de que si ahora les preguntara a cuatro personas que es el futuro, las cuatro me darían una respuesta similar. Ahora, si les pregunto que es para ellos el futuro, la cosa cambia.

Es decir, supongamos una cara para esas cuatros personas.

Pediría un esfuerzo ahora para imaginar la figura de una chica cuya edad fuera próxima a la del autor de estas líneas. Supongamos que está a las puertas de la universidad, o mejor dicho, en esa tortuosa antesala que se conoce como Prueba de Acceso, o simplemente como Selectividad.

¿Qué sería para ella el futuro?

Aunque cada persona es diferente, no me cuesta demasiado ponerme en su situación. Me la imagino en la vigilia del día de inicio de las pruebas. No sé si ella es buena estudiante o no, y mucho menos puedo perfilar si se encuentra nerviosa o, por el contrario, segura de sí misma. Quizá está aprovechando las últimas horas para descansar. Aunque no deja de ser probable que, si nos acercáramos a ella, la viéramos concentrada en releer una vez más sus apuntes de todo el curso.

Lo que sí es casi seguro, aunque no me atrevo a afirmarlo, es que el futuro ocupa sus pensamientos. Para ella, el futuro más próximo se reduce a un centro en el que cientos de jóvenes como ella se dedicarán durante unas horas en cuerpo y alma a unos folios en blanco.

Aunque claro, la mente tiende a divagar. Quién sabe, quizá esté pensando ya en su carrera, en su futura trayectoria profesional… O, sin ir tan lejos, en la liberación que le supondrá dejar atrás las cadenas del estudio para sumergirse en su último verano pre-universitario.

Pero claro, había dicho que eran cuatro personas, y nuestra estudiante es solo una de ellas.

Entre las sombras desdibujadas de la imaginación se empieza a vislumbrar la silueta de un hombre de mediana edad. Treinta y tanto años y trajeado. Sus rasgos fáciles permanecen ocultos, pero lo que nos interesa ahora es lo que piensa.

Su padre acaba de concederle un puesto importante en la empresa familiar, que tanta riqueza y prestigio le ha supuesto a la familia. Desde siempre ha estudiado en los mejores colegios, ha vestido la mejor ropa, se ha codeado con las altas esferas, ha conocido lujos vetados a la gran mayoría de los mortales. Domina seis idiomas, que usa para hablar con sus amigos de todo el mundo, con su novia, de origen italiano, y, desde hoy, para gestionar las relaciones públicas de tan importante compañía. Un hombre con suerte, dirían algunos. Un niño de papá, murmurarían otros.

¿Qué sería para él el futuro?

Seguramente, su porvenir se presenta espléndido. Es bastante probable que su trabajo no sea algo realmente necesario para él. El dinero de sus padres es más del que podrían gastar él, sus hijos y sus nietos en toda su vida. Amigos, dinero, familia, chica. Todo lo que una persona podría querer. Seguramente se imagina ocupando el puesto de su padre, con el que compartiría todos los días esas partidas de golf que desde siempre regían los domingos en familia, que eran casi todos. De hecho, el ahora presidente de la compañía había compartido con nuestro hombre, en paternal confesión, la ilusión de enseñar a sus nietos a competir en tan exigente deporte.

Y quizá no fuera tan lejano ese día.

O eso indicaba la sortija de diamante que llevaba en el bolsillo.

Nuestra tercera persona vuelve a ser mujer, y es posible que, físicamente, se asemeje bastante al hombre que ahora dejamos buscando la mano de su novia. También es alta y lleva un elegante conjunto de chaqueta-pantalón. Aunque, en su caso, es por exigencias del trabajo ya que es presentadora del telediario de una famosa cadena de televisión.

Si la encuadro en estas líneas es por un pensamiento que lleva cruzando su mente todo el día. Porque, ahora mismo, mientras la maquillan para que esté radiante para las tres de la tarde, no puede evitar reflexionar en un conflicto en el que ella, por su profesión, se ha visto muy implicada.

Ha visto y ha hablado de gente que se está levantado todos los días y arriesga su vida para tener un futuro.

En un principio, le chocó mucho que alguien se jugara su futuro para tener un futuro. Es decir, ella nunca había pensado en que tuviera que luchar por eso. No es que no se haya tenido que esforzar para llegar a su presente actual. De hecho, procedía de una familia humilde que difícilmente podría haber pagado la costosa carrera universitaria que ella había cursado para alcanzar su puesto de trabajo. Su esfuerzo y una serie de becas que logró por ello le habían catapultado a lo más alto, y era posible, si atendía a lo que le habían comentado sus compañeros en pequeñas confesiones, que llegara más allá: su jefe tenía intención de darle un programa propio.

No era capaz de entender esa actitud, pero ante todo le sorprendía como le había afectado. Recordaba haber presentado desastres de todo tipo, desde atentados hasta tsunamis y terremotos. Recientemente había sucedido una catástrofe de proporciones inconmensurables, pero una mirada le había rasgado más el alma que las miles de víctimas.

Era una mirada que mezclaba el horror con la esperanza, el miedo con la confianza.

La mirada de un hombre que lucha por un futuro en el que, quizá, ya no cree

Y ese es nuestro cuarto sujeto.

Es un hombre de complexión fuerte, pero extremadamente delgado. Quizá tenga ya cuarenta años.

Durante mucho tiempo, su país había sufrido un régimen de opresión. La libertad se había convertido en una bella palabra, pero con el trasfondo mítico de las hadas y los duendes. Había sentido mucho miedo cuando sus vecinos habían ido desapareciendo, dolor al encontrar sus cuerpos sin vida. Pero él lo único que podía hacer era callar. Su familia dependía enteramente de él, y ese era un peso sobre sus hombros que no estaba dispuesto a arrojar. Él era de esa clase de personas que aún tenía razones para vivir.

Hasta ese día.

Había oído rumores de que algo grande se acercaba. La mano del opresor era incapaz de contener a los que ansiaban libertad y venganza. Pero aún tenía poder sobre el resto.

Fue todo muy rápido. Un segundo en el que los cimientos mismos de su realidad se tambalearon.

Cuando los vecinos se acostaron, su pueblo tenía unos mil habitantes.

Ellos llegaron de madrugada y se fueron al amanecer.

Un amanecer que solo vieron cincuenta pares de ojos.

Cincuenta gargantas que gritaban por los que ya no volverían a gritar jamás.

Para él ya no había futuro. El futuro había quedado enterrado con ellos, bajo los escombros de la que fuera su casa tantos años. Porque su futuro tendría que haber sido el suyo también. No tenía derecho a sobrevivirles. No lo tenía.

Sin embargo, en medio de su dolor, tomó la decisión: ya que el presente le había quitado el futuro, él lucharía por recuperarlo. No ya para él, sino para los que aún tuvieran derecho a reclamarlo.

Son cuatro personas entre siete mil millones de personas. Cada una con sus miserias y sus grandezas, con un pasado en el que apoyarse, un presente que vivir y un futuro por alcanzar.

Son cuatro futuros entre siete mil millones de futuros. Y los cuatro enormemente distintos.

Cuando empecé estas líneas dije que no sabía que era el futuro. Quizá la pregunta es errónea. Quizá debería decirme otra cosa. ¿Qué es para mí el futuro?

¿Y para ti?

2 comentarios:

  1. Me gusta mucho la redacción, aunque personalmente, discrepo acerca de acabar el texto con una frase tajante. De hecho, en la mía lo que más me costó fue acabar con una frase de forma convincente. Pero "é unha opinión moi miña"

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  2. Los finales tajantes me encantan. Es algo que no puedo evitar. Casi un fetiche.

    Por cierto, aún no me has pasado el tuyo para que lo lea.

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