Después quería justificarme. Me aterraba la idea de que otros viesen las cosas que yo no pretendía enseñar, fueran verdades o mentiras. El miedo, proveniente de la experiencia, me hacía temblar e intentar controlar la percepción que los demás pudiesen tener de mi o de mis actos.
Tras eso, busqué complacer. Una pasividad mal entendida me llevó a tratar de amoldarme a los demás. Muchas veces siento que viví entre tintes blancos y negros, en un remolino de opiniones grises y neutras que intentaban reconciliar a todo y a todos para no dejarme sin sitio.
Luego, en parte, me perdí. La moral no es un juego de suma cero, pues la vida no es justa. Nuestros actos son a la vez extremadamente relevantes y particularmente impotentes. Sentí que mis propias exigencias me atrapaban en situaciones imposibles, y llegué a pensar que no había caminos coherentes que recorrer.
Y ahora... Me enfado. Planto cara. Busco una vez más adueñarme de una rabia que creí contenida, pero que me pide que le deje tomar su justo papel en mi carácter. Me permito empujar a quien pisa las líneas, pero aún trato de encontrar cuánto y cuando.
En todo esto, busco mi voz. Una que sea inocente y abierta, dialogante y amable, comprensiva y asertiva. Una que sepa entender que al igual que yo he pasado por muchas etapas, y pasaré por muchas más, los demás también tienen su evolución que vivir.
Y que aún teniendo todo eso en mente, sea capaz de defender lo suyo y a los suyos con uñas y dientes, sin comprometer aquellas cosas que definen quién soy.
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