16 de octubre de 2009

La chica de la máscara

Este acaramelado relato nació en una tarde de febrero con la intención de ganar uno de esos concursos sin premio de los foros. A pesar de no ser mucha cosa, quedó tercero, lo cual es un logro para mi. De hecho, por esa razón le cogí cariño a...



La chica de la máscara

Aquel día empezaban los carnavales, así que teníamos un par de días de vacaciones. A pesar de que tenía exámenes en la Universidad justo después de las fiestas, unos amigos lograron convencerme para salir por ahí el domingo por la tarde. Aunque no tenía demasiadas ganas, accedí.

Íbamos caminando por las abarrotadas calles, entre gente de todo tipo: madres disfrazadas (generalmente de hada, bruja o payaso) que llevaban de la mano a pequeños Spiderman o Supermanes en pañales y que llevaban a su lado a sus vampíricos esposos, mezclados entre jóvenes disfrazados de monstruos, profesionales, putas y carpinteros.


Podría deciros lo que hice aquel día, pero… una tarde-noche de copas no creo que tenga mucho misterio… El caso es que, cuando desperté, estaba a lunes y era la una de la tarde.

Con una resaca de campeonato, me levanté. Solo me di cuenta de que estaba en la habitación de paredes blancas de mi alquilado piso cuando encendí la luz, acción de la que me arrepentí cuando la blancura me dejó aún más dolorido. Aparte… ¿para qué le di al interruptor? ¡Como si no me conociese el armario de contrachapado y la cama de 1,90, único mobiliario de la estancia!

El caso es que salí y me dirigí a tientas al baño, con la esperanza de que ducharme en la habitación de verdes azulejos me sacara del resacón. Me desnudé y abrí el grifo. En ese momento estaba tan atontado que confundí manivelas y me abrasé la piel.

Soltando un grito, salí de la ducha, tropecé con el váter y casi me como la pileta. Es lo que tiene tenerlos en línea, pero el espacio no da para más.

Mientras me agarraba a la última, aproveché para mirarme en el espejo. Mi cara delgada estaba caracterizada por las ojeras que la ausencia de mis gafas dejaba a la vista bajo los ojos marrones de seis dioptrías. En aquella época era barbilampiño.

Maldiciendo todos los cubatas de Madrid, terminé de ducharme, me aseé y me vesti. Luego fui a la cocina a por una aspirina y salí de casa para ir a comer al bar de debajo de mi bloque. Estaba casi para entrar cuando me llegó un mensaje al móvil: “¿Te vienes de una vez, tronco? Hace media hora que deberías estar en La Gruta”. Sabía que ese mensaje era, por fuerza, de Carlos. Es el único imbécil que de la facultad que sigue diciendo aquella muletilla de “tronco”. Lo que me llamaba la atención era que me hablase de una cita que yo no recordaba…

Suspirando, compré un bocadillo y fui a La Gruta.

La Gruta era el bar del tío de Carlos. Ya que no tuvo mucho éxito, había cerrado quince años antes y, ante la imposibilidad de alquilar el local, nos lo había cedido para fiestas.

El aspecto que tenía cuando entré no era el vacío de siempre, sino que estaba decorado con lámparas de la llamadas araña, sofás tapizados de telas doradas, bordados en las paredes… Un estilo a lo que tendrían los ricos monarcas de hace dos o tres siglos.

En ese momento recordé. Los de mí facultad, hartos de las niñerías de estas fiestas, decidiéramos ayer entre copa y copa hacer un baile de máscaras a la vieja usanza: trajes de volante, fajas, antifaces... todo recreando los bailes del siglo XVIII. Todos teníamos permiso para llevar a un acompañante, pero yo había dicho que iría solo. Las copas me habían hecho apostar que me ligaría a Adriana, la chica más fría de nuestra universidad y la más bella a la par, en pleno baile.

Con un suspiro y maldiciendo de nuevo las bebidas alcohólicas de mi comunidad, me dediqué a ayudar con la decoración, a probarme empolvadas pelucas y trajes que podría haber llevado mi madre por los volantes que tenían. Total, que no me aburrí hasta la media noche, hora en la que empezó el baile.

Como era uno de los organizadores, me encargué de recibir a todos los invitados y a tantear un poco a Adriana cuando entró. La verdad es que su melena morena lisa, sus ojos marrones y su nariz un poco respingona, junto con ese tipazo de modelo que tenía la hacía atractiva a cualquier hombre… salvo a mí. Me sorprendió la efusividad con la que me saludo y la mirada de complicidad que me dirigió. Ella fue la última en llegar y, en ese momento, avisé al grupo clásico que habíamos contratado. Empezó a sonar un violín y pronto se le unieron un violonchelo, un clarín y un piano, que tocaron un sobrio vals.

Adriana se había quedado en un rincón, mirando para donde yo estaba. Puede que fuera un poco distraído, pero esa clase de señales las entiende cualquier tío, así que me acerqué con una copa y se la ofrecí. Empezamos a charlar de nimiedades.

Cuando llegó la siguiente pieza, la invité a bailar: “Madame, ¿me concede usted este baile?”. Riendo, ella respondió que sí y nos acercamos a la pista.

Cada vez bailábamos más pegados. Yo notaba su corazón en mi pecho, latiendo muy rápido… Nos acercamos más aún. Nuestras caras, una junto a la otra. Iba a llegar el momento del beso cuando… cuando ella entró.

Por la puerta aparecía una chica de nuestra edad. Aparentemente, no destacaba en nada: no era ni alta ni delgada y tenía la melena marrón enmarañada. Vestía con un largo vestido dorado y llevaba un antifaz en el rostro.

Me disculpé con Adriana para recibir a la recién llegada, en parte porque era mi papel, en parte por ordenar mis pensamientos y mis sentimientos. ¿Qué me pasaba?

Creí que no iba a averiguarlo nunca, pero…, al ver sus ojos a través de la máscara, el corazón me dio un vuelco. Esos profundos ojos azules... aún recuerdo lo embobado que me quedé mirándolos... era como ver la mar serena. Me sentía seguro y extrañamente emocionado mirando eses ojos.

Sonriendo, me dijo que lamentaba el retraso, pero nadie le había dicho que el baile era ese día. Creo recordar que balbuceé algo así como “No p-pasa n-n-nada”. Cuando se dio la vuelta para dirigirse a la pista, me di cuenta de que venía sola y de que… ¿me había guiñado un ojo?

Perturbado, volví con Adriana. Ella quería continuar donde lo dejáramos, pero yo no podía. Bailaba sin oír la música. Me movía sin ver. Y es que en mi mente solo había hueco para su voz, para su imagen, para mis sentimientos hacia ella…

La veía acercarse a mí. Ella me volvía a sonreír. Yo apartaba a Adriana de un empujón, agarraba a mi misteriosa amada y le daba un beso… Notaba el dulce cosquilleo de su aliento en mi boca, el sabor a miel de sus labios. Temblábamos. Vibrábamos. Yo notaba sus brazos en mi espalda, fuertemente cerrados, como si temiera que me pudiera escapar… Y oía también como me llamaba: “¡Tronco, despierta! ¡Troncooo!”

Espera un momento… ¿tronco?

Cuando me di cuenta estaba en mitad de la pista, solo, en medio de una multitud de gente que se reía de… de mi, ya que estaba abrazado al aire. Notaba la mejilla izquierda ardiente… quizá una bofetada de Adriana (por no hacerle caso) o de Carlos (para despertarme).

Tras darme cuenta de la situación, salí corriendo del local. Una vez en la puerta, mientras buscaba la forma de irme sin llamar la atención, oí una voz a mis espaldas:

- ¿No me esperas?

Me giré y… ahí estaba ella. Supuse, con el papelón que hice, debió de sentir lástima por mí y me siguió. Iba a intentar decir algo, pero ella puso su índice en mis labios y… me besó.

Todo lo que había imaginado era una minucia comparado con las sensaciones de ese momento. No sé explicarlo… era como volar, ser libre. Sentía una felicidad inmensa besando sus tersos labios. Toda ella me gustaba: su cuerpo, su ternura, su complicidad conmigo, un total desconocido… En ese momento, hubiese dado mi vida porque ella no tuviera que sufrir nunca más.

Después del beso (cuya duración no supe nunca si fue de un segundo o un siglo), quise hablar con ella, preguntarle su nombre, pero me atajó besándome de nuevo y salió corriendo.

La seguí. No podía desaparecer así de mi vida.

Empezó a llover y yo caí varias veces. Creo que hasta llegué a sangrar, pero seguía corriendo.

Solo me di cuenta de que ella había desaparecido para siempre cuando vi que amanecía. Extrañamente tranquilo, volví a casa, me desnudé, me puse el pijama y me eché en la cama.

Solo ahí me atreví a llorar.

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¡Riiiing!

- Alumnos, bienvenidos a clase de nuevo. Espero que hayáis aprovechado estás fiestas para divertiros y estudiar… como me ha afirmado que ha hecho vuestra nueva compañera, Celia.

Yo casi no oía al profesor, ni miré a Celia cuando se sentó a mi lado por órdenes del mismo. No hice el examen; no lo entregué. Solo me dejaba llevar por la confusa maraña de sentimientos que arrastraba desde que Ella se había ido: dolor y felicidad, odio y amor, desesperanza y esperanza…

Tampoco oí el timbre que anunciaba el cambio de clase. No me di cuenta de que todos se iban a Filología. Solo me di cuenta de la realidad cuando Celia levantó mi cara con una mano y me plantó de nuevo un beso...


La verdad es que hoy no tenía nada "filosentótico" que decir, así que eché mano de este relato para hacer una entrada ^^U

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